El Primer Círculo

Tuesday, March 22, 2005

Hacia una cultura de la digresión

En City of Glass (es la segunda parte de la Trilogía de NY de Paul Auster, tres novelas cortas independientes con elementos en común que terminaron por integrarse en un solo volumen) encontramos al perturbante Peter Stillman. Daniel Quinn (escritor de novelas policiacas) no sabe nada al momento de entrevistarse con él, recibió por error una llamada de la Sra. Stillman y decide hacerse pasar por el detective privado Paul Auster.
Peter vomita una palabra tras otra, su monólogo es un capítulo entero de la novela. A través de sus palabras atropelladas y ramificaciones en el discurso logramos entrever una historia. Peter estuvo encerrado desde que nació en un cuarto oscuro sin contacto humano de ningún tipo, su padre le pasaba la comida por la puerta. Tras un incendio accidental fue descubierto, su padre terminó en la cárcel y él en un hospital psiquiátrico. Su terapeuta de lenguaje tras enseñarle a hablar se casó con él y lo llevó a vivir a su departamento, "a ella no le gusta follar" (cortesía de traducción Anagrama) pero cuando Peter lo requiere le lleva putas.
Paul Auster (el escritor real, pues también hay un segundo Paul Auster en la novela, un crítico literario especialista en el Quijote) no es el primero en utilizar este recurso. Al menos conozco un precedente. William Faulkner construye The Sound and the Fury a través de distintas narraciones en primera persona, la primera -como se averigua posteriormente en la novela- es desde el punto de vista de un retrasado mental.
Esto que en ambos personajes es una discapacidad en un autor puede ser virtud. Virginia Woolf con su stream of consciousness logra retratar con mayor fidelidad el modo harto complejo en que surgen los pensamientos, antes ya lo había ensayado tímidamente Henry James (quizá inspirado por su carnalito) y posteriormente Joyce lo llevó a su máxima expresión en las partes más preclaras de Ulises.
Nos admiramos al reconocer una representación fiel de la corriente vagamente conexa que identificamos como nuestro pensamiento, pero nos horrorizamos al ver esto mismo aplicado a un discurso. Tenemos una idea tan ascéptica de lo que son nuestros diálogos que los cineastas han parasitado por décadas de la convención dramática de hablar por turnos (cuando uno nota esto se aprecia más un aspecto frecuentemente ignorado del trabajo de directores como Woody Allen o Fellini, Greenaway está conciente de que en el cine más que una convención debe ser un recurso y a pesar de que domina el diálogo empalmado en ocasiones lo utiliza regresándole todo el poder que debió haber tenido en la Atenas del siglo V. ).
Quizá parte de lo perturbante de Peter Stillman es nuestro parecido con él, la forma como balbuceamos -él sin filtros, nosotros con pocos- y sin embargo terminamos por darnos a entender. A menos claro, que uno opte por ser neurótico (véase el contraste entre judíos y WASPs en Annie Hall), precisamente en este intento exagerado de articulación es cuando el lenguaje más se vuelve una prisión.
El concepto de digresión presupone un discurso central y comentarios marginales. La posmodernidad y su paladín Jacques Derrida se han encargado de abolir esta distinción. Sin embargo a quienes hablan con un discurso no-lineal se les atribuye una pobre capacidad de atención, "se van por las ramas", se les escapa el big picture.
No pretendo defender la anarquía discursiva que proponen los deconstruccionismo, sino simplemente proponer que le perdamos el miedo a las digresiones y a los saltos de tema. Quién sabe, quizá algún día la escritura podría consistir en una serie de ideogramas entrelazados unos con otros, quizá en la literatura prosperen otros recursos (recuérdese el capítulo de Rayuela que consiste enteramente en notas al pie, el postcriptum de Migajas Filosóficas que supera por mucho a la obra en sí). Sin embargo, si como algunos críticos literarios afirman (para demostrar que leyeron a Heidegger) el lenguaje es nuestra casa, sería bueno que la decoráramos como se nos hinchen los huevos.

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